jueves, 27 de enero de 2011

El café atómico

No sé cómo no estamos todos muertos. No sé cómo no salimos calcinados de la Guerra Fría. No sé, de hecho, cómo no estamos podridos de radioactividad. Ahora mismo. Aún hoy, las armas nucleares siguen cociéndose bajo las oscuras capas de desinformación que tapan todo lo inadecuado. Tejida con cantos a la democracia y los derechos humanos, la tela de la más putrefacta araña bien se encarga de mantener nuestros ojos lejos de lo que hay debajo, donde las relaciones interestatales no conocen escrúpulo alguno.

Cuando uno ve un documental como The atomic cafe (1982), experimenta uno de esos momentos de revelación cuasi divina. Confirma su creencia. Y eso que habla del pasado. Concretamente de los primeros años de la carrera atómica. Nos sirve, sin embargo, como genial manual de instrucciones para descifrar el presente.

Jayne Loader, Kevin Rafferty y su hermano Pierce recopilaron, tras una ardua investigación sobre aquellos días, un montón de material fílmico grabado durante la guerra nuclear que se empezó a fraguar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética nada más terminar la Segunda Guerra Mundial. Se hicieron con noticiarios, películas producidas por el gobierno estadounidense, vídeos destinados al ejército americano, publicidad y diversos programas de radio y televisión y lo montaron de la manera más divertida y significante posible. No hay narrador ni hilo conductor semejante más que el buen arte del montaje, más expresivo que nunca.

La reflexión está clara: ¿nadie era consciente, entre los años 40 y 60, de la locura nuclear? The atomic cafe es una invitación a ver los acontecimientos políticos con perspectiva, algo que, aplicado a nuestros ajes diarios, ayudaría a comprender y desenredar nudos ininteligibles. Posiblemente tendríamos la misma sensación que tenemos al ver este material. Seríamos conscientes de la sinrazón y, sobre todo, de sus formas de justificación. Los autores proponen un nuevo texto partiendo de la unión de documentos primarios de índole bien diferente. Las virtudes del montaje del documental son básicamente dos: el discurso brillantemente explicativo que nos ofrece, revelador y clarificador, y la eterna ironía frente a las actitudes de los ciudadanos americanos de entonces (el punto de vista es el de los USA), siempre presente en las reflexiones. Algunos de esos documentos, ciertamente, ya serían irónicos y reveladores por sí solos, pero en el marco de este perspicaz trabajo de desarchivación, recobran un poder narrativo desconocido y, no nos olvidemos, utilidad.

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