lunes, 31 de enero de 2011

Thin Lizzy por Phil Lynott

Llevan el nombre Thin Lizzy, pero muchos lo llaman banda de tributo. Si de lo que se trata es de rendir tributo a Phil Lynott, fallecido en 1986 y alma absoluta del grupo irlandés, acepto el nombre. Si se refiere a los que visitaron este sábado la Rock Star Live de Barakaldo como banda de versiones, entonces, menudo lujo de banda de versiones. Visto el resultado, creo que merecen llamarse Thin Lizzy. El respeto eterno por Phyl Linott y la calidad mostrada sobre el escenario les concede ese honor.

El grupo venía comandado por Ricky Warwick haciendo las del mulato irlandés. Todas las miradas se centraban en él, pues tenía un dificilísimo papel que cumplir. Cada uno en su registro, se acopló sin problema a las canciones de Thin Lizzy en las labores de cantante. No necesitaba mucho trabajo como frontman, pues el plantel de la banda que le acompañaba hacía el resto. Al contrario que en la última reunión, el batería Brian Downey se unió a la fiesta, sin duda la novedad de la cita. Junto con el percusionista, otro original de Thin Lizzy pisaba las tablas: Scott Gorham. Mientras éste ponía la dosis de clase necesarias, el genial Vivian Campbell era el plato fuerte de las cuerdas. Su calidad casi convirtieron la sustitución de Lynott en tarea fácil. Completaban la alineación las teclas de Darren Wharton (incluso ayudó a cantar Still in love with you) y el bajo de Marco Mendoza. Este mexicano es un monstruo.

A la interpretación brillante de estos superclase de la música se le unió un perfecto empaque y la tremenda actitud que demostraron tener frente al público, que tenía ganas de disfrutar del sonido Lizzy, parido por el irlandés, aunque fantásticamente puesto en circulación durante esta gira por el sexteto. Parece ser que la edad no conciona el estado de forma de los actuales Thin Lizzy.

El respetable, previamente calentado por Supersuckers, que no tuve ocasión de ver, tenía muchas ganas de escuchar las guitarras dobladas características de la banda irlandesa. Hacía años que no podían disfrutar de ellas. Algunos habrán podido ver a Lynott en vida. Los más jóvenes, que, todo hay que decirlo, éramos los menos, no hemos tenido esa suerte, así que el concierto de este grupo era lo máximo a lo que podemos aspirar. Se respiraban recuerdos entre el público. Olía a cuero y gasolina. Are you ready? Sí. Estábamos preparados.

Rápidamente siguieron con la coreable Waiting for an alibi y, casi sin parar, la celebrada Jailbreak. Thin Lizzy estaban enchufadísimos. Con actitud y ganas pasó la primera parte, que paró con la relajada Still in love with you con el gran Vivian Campbell a las cuerdas. Siguió el hit Whiskey in the jar y la genial Emerald. Antes de que la gente cantara, con muchas ganas, Cowboy song, Downey demostró que no está mayor para la batería y se marcó un intenso solo. Era su carta de representación. Pocas veces tenía tanto sentido un solo de batería, algo con lo que algunos se empeñan en aburrirnos. Antes del primer bis llegó la más conocida, The boys are back in town. No por ello menos grande.

Con los nombres del cartel era imposible una interpretación falta de calidad. Ademas, estos Thin Lizzy le pusieron sentimiento. Ricky pasó el examen con nota, aunque sin duda le sobra el instrumento. Quizás se le haga raro cantar sin guitarra (en algún tema lo hizo), pero para el sonido Thin Lizzy sólo son necesarias dos. La tercera no hacía nada más que ensuciar el resultado, aunque sí endureció las canciones. Un detalle menor, en cualquier caso, pues las maravillosas melodías dobles ganaron la partida.

Volvieron con Rosalie y Bad reputation para hacer el segundo bis y despedirse definitivamente con Black Rose. Entre aplausos y sonrisas cerraron una noche de satisfacción, recuerdos y hard rock. Por Phil Lynott.

jueves, 27 de enero de 2011

El café atómico

No sé cómo no estamos todos muertos. No sé cómo no salimos calcinados de la Guerra Fría. No sé, de hecho, cómo no estamos podridos de radioactividad. Ahora mismo. Aún hoy, las armas nucleares siguen cociéndose bajo las oscuras capas de desinformación que tapan todo lo inadecuado. Tejida con cantos a la democracia y los derechos humanos, la tela de la más putrefacta araña bien se encarga de mantener nuestros ojos lejos de lo que hay debajo, donde las relaciones interestatales no conocen escrúpulo alguno.

Cuando uno ve un documental como The atomic cafe (1982), experimenta uno de esos momentos de revelación cuasi divina. Confirma su creencia. Y eso que habla del pasado. Concretamente de los primeros años de la carrera atómica. Nos sirve, sin embargo, como genial manual de instrucciones para descifrar el presente.

Jayne Loader, Kevin Rafferty y su hermano Pierce recopilaron, tras una ardua investigación sobre aquellos días, un montón de material fílmico grabado durante la guerra nuclear que se empezó a fraguar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética nada más terminar la Segunda Guerra Mundial. Se hicieron con noticiarios, películas producidas por el gobierno estadounidense, vídeos destinados al ejército americano, publicidad y diversos programas de radio y televisión y lo montaron de la manera más divertida y significante posible. No hay narrador ni hilo conductor semejante más que el buen arte del montaje, más expresivo que nunca.

La reflexión está clara: ¿nadie era consciente, entre los años 40 y 60, de la locura nuclear? The atomic cafe es una invitación a ver los acontecimientos políticos con perspectiva, algo que, aplicado a nuestros ajes diarios, ayudaría a comprender y desenredar nudos ininteligibles. Posiblemente tendríamos la misma sensación que tenemos al ver este material. Seríamos conscientes de la sinrazón y, sobre todo, de sus formas de justificación. Los autores proponen un nuevo texto partiendo de la unión de documentos primarios de índole bien diferente. Las virtudes del montaje del documental son básicamente dos: el discurso brillantemente explicativo que nos ofrece, revelador y clarificador, y la eterna ironía frente a las actitudes de los ciudadanos americanos de entonces (el punto de vista es el de los USA), siempre presente en las reflexiones. Algunos de esos documentos, ciertamente, ya serían irónicos y reveladores por sí solos, pero en el marco de este perspicaz trabajo de desarchivación, recobran un poder narrativo desconocido y, no nos olvidemos, utilidad.

miércoles, 26 de enero de 2011

Balada triste y otras canciones

La misma semana que llegan a un acuerdo PSOE, PP y CiU para aprobar la Ley Sinde, me he animado a recuperar el blog, que este año aún no lo he estrenado. Aunque la vi hace un mes, tenía pensado comentar algo sobre la última película de Álex de la Iglesia, Balada triste de trompeta (2010), pero ha sido su dimisión de la Academia de Cine la que me ha impulsado definitivamente.

Escuece especialmente que Álex de la Iglesia haya tenido que dimitir de su cargo. No porque fuera un genial gestor y representante (intuyo, por la reacción de muchos compañeros y lo que se espera de los Goya, que sí, efectivamente, sí lo ha sido; pero tampoco tengo datos suficientes para afirmarlo), sino por las razones que le han llevado a ello, a la vista de todo el mundo las últimas semanas. Cuando el PSOE presentó la Ley Sinde a las Cortes (en realidad, un pequeño apartado de una ley económica mucho más amplia), el revuelo que se montó, especialmente en este mundo que llamamos Internet, fue de órdago. La Ley, que conocemos por el nombre de la ministra (con varios episodios controvertidos en su currículum político), puso a los ususarios de Internet, un grupo que ya ha demostrado anteriormente su capacidad de presión, en contra del Gobierno. Todos en bloque contra lo que suponía un ataque a nuestros derechos.

En toda la prensa y foros se dibujaba la lucha entre dos grupos irreconciliables: por una parte, un gran bloque de usuarios y ciudadanos, más numeroso que poderoso, y por otra, ell Gobierno, de la mano del lobby de la industria y los autores, más poderoso que numeroso. Pero a este dibujo en blanco y negro le faltaban los grises.

Álex de la Iglesia, director de la Academia (lo será hasta los Goya), sabiendo que las historias entre buenos y malos son más propias del cine que de la realidad, propuso un debate sereno, de propuestas, entre industria, autores y usuarios. Cualquier ser humano con dos dedos de frente sabrá que éste no es más que el procedimiento adecuado para llegar a acuerdos entre las partes y, eventualmente, legislar cuando es necesario. Pero en este Reino, y me temo que en el resto del planeta, no se destila aquello del sentido común. El Gobierno iba por otro lado.

Sentando como bases el respeto mutuo, la comprensión y la serenidad, ingredientes imprescindibles para el debate, Álex de la Iglesia, de manera casi personal, propició el acuerdo entre las partes, tan alejadas en principio. No sin éxitos, por cierto, pues las posturas fueron encontrándose, hasta llegar a hacer propuestas que parecían contentar a todos. No era el final, pero iban por buen camino. De los resutados de las reuniones, además, nos enteramos por el invento de las redes sociales. Al menos sirvió para darse cuenta de que tanto el mundo de la industria como el de los autores o usuarios lo componen personas normales, y no grandes tiburones. Los gigantes, ajenos a este mundo, estaban reuniéndose en otro lugar muy diferente.

Hasta que, de pronto, los políticos demostraron estar más lejos que nunca de sus representados y, como si no supieran por dónde les da el aire, los grupos parlamentarios socialista, popular y catalán (ay, duele llamarlos así) acuerdan la nueva Ley, que contentará, efectivamente, a un grupo minúsculo de tiburones. Así tiran por la borda el esfuerzo del plancton en hacer las cosas bien. Y, como resultado, la dimisión de Álex de la Iglesia, supongo que atónito.

Esto es sólo un ejemplo más de la mentira en que vivimos. Pero yo venía a hablar de una película, ¿no? Y una de las nuevas, además. De las que aún se pueden ver en los cines. Seguramente todos sepáis su argumento: dos payasos de un circo de época franquista están enamorados de la misma trapecista y harán lo que sea por quedársela. Este triángulo amoroso viaja a lo largo del tiempo, desde el corazón de la dictadura hasta los años 70, en un barco lleno disparates al más puro estilo De la Iglesia. Quizás la locura sea mayor que nunca.

El film empieza con la historia previa del payaso triste, el gran Carlos Areces, uno de los puntos fuertes de la película. Así se explica tanto su papel como su elección de ser payaso. Su padre, también clown, fue uno más entre las víctimas de la represión franquista. Destacan los títulos de crédito, un brillante viaje por la historia del Reino, y funcionan como elípsis hasta que el relato nos lleva a la edad adulta de Areces, donde entra a trabajar en el circo. Allí conoce a la mujer de la que se enamora y a su novio y rival, el payaso alcohólico y maltratador, pero triunfador jefe. Y aquí, cuando aún nos queda prácticamente toda la película, comienza la locura. Al final es un viaje de humor, una serie de sucesos desternillantemente decadentes, con la excusa de la crítica histórica (el personaje de Franco es absolutamente genial) y la forma del esperpento. Viajamos casi desconcertados por muchos pasajes de la obra. Los personajes parecen estar lejos de nosotros. Sus actos, reacciones y decisiones se nos hacen extraños. Esta falta de identificación ha sido sin duda buscada por De la Iglesia. Forma parte de la locura. El único personaje con el que nos podemos identificar es el motorista bala, el gran Alejandro Tejería. Y es más por dolor y pena.

Podemos pensar que en ocasiones la película se escapa de las manos del director a la vez que se le va la olla. Los momentos demasiados desconcertantes pueden romper el encanto, pero en lo global Balada triste de trompeta se convierte en un minucioso y trabajado relato de humor decadente, con cuya brutalidad, al menos, nos hemos reído.

¿Y vosotros, de qué circo habéis salido?