La misma semana que llegan a un acuerdo PSOE, PP y CiU para aprobar la Ley Sinde, me he animado a recuperar el blog, que este año aún no lo he estrenado. Aunque la vi hace un mes, tenía pensado comentar algo sobre la última película de Álex de la Iglesia, Balada triste de trompeta (2010), pero ha sido su dimisión de la Academia de Cine la que me ha impulsado definitivamente.
Escuece especialmente que Álex de la Iglesia haya tenido que dimitir de su cargo. No porque fuera un genial gestor y representante (intuyo, por la reacción de muchos compañeros y lo que se espera de los Goya, que sí, efectivamente, sí lo ha sido; pero tampoco tengo datos suficientes para afirmarlo), sino por las razones que le han llevado a ello, a la vista de todo el mundo las últimas semanas. Cuando el PSOE presentó la Ley Sinde a las Cortes (en realidad, un pequeño apartado de una ley económica mucho más amplia), el revuelo que se montó, especialmente en este mundo que llamamos Internet, fue de órdago. La Ley, que conocemos por el nombre de la ministra (con varios episodios controvertidos en su currículum político), puso a los ususarios de Internet, un grupo que ya ha demostrado anteriormente su capacidad de presión, en contra del Gobierno. Todos en bloque contra lo que suponía un ataque a nuestros derechos.
En toda la prensa y foros se dibujaba la lucha entre dos grupos irreconciliables: por una parte, un gran bloque de usuarios y ciudadanos, más numeroso que poderoso, y por otra, ell Gobierno, de la mano del lobby de la industria y los autores, más poderoso que numeroso. Pero a este dibujo en blanco y negro le faltaban los grises.
Álex de la Iglesia, director de la Academia (lo será hasta los Goya), sabiendo que las historias entre buenos y malos son más propias del cine que de la realidad, propuso un debate sereno, de propuestas, entre industria, autores y usuarios. Cualquier ser humano con dos dedos de frente sabrá que éste no es más que el procedimiento adecuado para llegar a acuerdos entre las partes y, eventualmente, legislar cuando es necesario. Pero en este Reino, y me temo que en el resto del planeta, no se destila aquello del sentido común. El Gobierno iba por otro lado.
Sentando como bases el respeto mutuo, la comprensión y la serenidad, ingredientes imprescindibles para el debate, Álex de la Iglesia, de manera casi personal, propició el acuerdo entre las partes, tan alejadas en principio. No sin éxitos, por cierto, pues las posturas fueron encontrándose, hasta llegar a hacer propuestas que parecían contentar a todos. No era el final, pero iban por buen camino. De los resutados de las reuniones, además, nos enteramos por el invento de las redes sociales. Al menos sirvió para darse cuenta de que tanto el mundo de la industria como el de los autores o usuarios lo componen personas normales, y no grandes tiburones. Los gigantes, ajenos a este mundo, estaban reuniéndose en otro lugar muy diferente.
Hasta que, de pronto, los políticos demostraron estar más lejos que nunca de sus representados y, como si no supieran por dónde les da el aire, los grupos parlamentarios socialista, popular y catalán (ay, duele llamarlos así) acuerdan la nueva Ley, que contentará, efectivamente, a un grupo minúsculo de tiburones. Así tiran por la borda el esfuerzo del plancton en hacer las cosas bien. Y, como resultado, la dimisión de Álex de la Iglesia, supongo que atónito.
Esto es sólo un ejemplo más de la mentira en que vivimos. Pero yo venía a hablar de una película, ¿no? Y una de las nuevas, además. De las que aún se pueden ver en los cines. Seguramente todos sepáis su argumento: dos payasos de un circo de época franquista están enamorados de la misma trapecista y harán lo que sea por quedársela. Este triángulo amoroso viaja a lo largo del tiempo, desde el corazón de la dictadura hasta los años 70, en un barco lleno disparates al más puro estilo De la Iglesia. Quizás la locura sea mayor que nunca.
El film empieza con la historia previa del payaso triste, el gran Carlos Areces, uno de los puntos fuertes de la película. Así se explica tanto su papel como su elección de ser payaso. Su padre, también clown, fue uno más entre las víctimas de la represión franquista. Destacan los títulos de crédito, un brillante viaje por la historia del Reino, y funcionan como elípsis hasta que el relato nos lleva a la edad adulta de Areces, donde entra a trabajar en el circo. Allí conoce a la mujer de la que se enamora y a su novio y rival, el payaso alcohólico y maltratador, pero triunfador jefe. Y aquí, cuando aún nos queda prácticamente toda la película, comienza la locura. Al final es un viaje de humor, una serie de sucesos desternillantemente decadentes, con la excusa de la crítica histórica (el personaje de Franco es absolutamente genial) y la forma del esperpento. Viajamos casi desconcertados por muchos pasajes de la obra. Los personajes parecen estar lejos de nosotros. Sus actos, reacciones y decisiones se nos hacen extraños. Esta falta de identificación ha sido sin duda buscada por De la Iglesia. Forma parte de la locura. El único personaje con el que nos podemos identificar es el motorista bala, el gran Alejandro Tejería. Y es más por dolor y pena.
Podemos pensar que en ocasiones la película se escapa de las manos del director a la vez que se le va la olla. Los momentos demasiados desconcertantes pueden romper el encanto, pero en lo global Balada triste de trompeta se convierte en un minucioso y trabajado relato de humor decadente, con cuya brutalidad, al menos, nos hemos reído.
¿Y vosotros, de qué circo habéis salido?
Escuece especialmente que Álex de la Iglesia haya tenido que dimitir de su cargo. No porque fuera un genial gestor y representante (intuyo, por la reacción de muchos compañeros y lo que se espera de los Goya, que sí, efectivamente, sí lo ha sido; pero tampoco tengo datos suficientes para afirmarlo), sino por las razones que le han llevado a ello, a la vista de todo el mundo las últimas semanas. Cuando el PSOE presentó la Ley Sinde a las Cortes (en realidad, un pequeño apartado de una ley económica mucho más amplia), el revuelo que se montó, especialmente en este mundo que llamamos Internet, fue de órdago. La Ley, que conocemos por el nombre de la ministra (con varios episodios controvertidos en su currículum político), puso a los ususarios de Internet, un grupo que ya ha demostrado anteriormente su capacidad de presión, en contra del Gobierno. Todos en bloque contra lo que suponía un ataque a nuestros derechos.
En toda la prensa y foros se dibujaba la lucha entre dos grupos irreconciliables: por una parte, un gran bloque de usuarios y ciudadanos, más numeroso que poderoso, y por otra, ell Gobierno, de la mano del lobby de la industria y los autores, más poderoso que numeroso. Pero a este dibujo en blanco y negro le faltaban los grises.
Álex de la Iglesia, director de la Academia (lo será hasta los Goya), sabiendo que las historias entre buenos y malos son más propias del cine que de la realidad, propuso un debate sereno, de propuestas, entre industria, autores y usuarios. Cualquier ser humano con dos dedos de frente sabrá que éste no es más que el procedimiento adecuado para llegar a acuerdos entre las partes y, eventualmente, legislar cuando es necesario. Pero en este Reino, y me temo que en el resto del planeta, no se destila aquello del sentido común. El Gobierno iba por otro lado.
Sentando como bases el respeto mutuo, la comprensión y la serenidad, ingredientes imprescindibles para el debate, Álex de la Iglesia, de manera casi personal, propició el acuerdo entre las partes, tan alejadas en principio. No sin éxitos, por cierto, pues las posturas fueron encontrándose, hasta llegar a hacer propuestas que parecían contentar a todos. No era el final, pero iban por buen camino. De los resutados de las reuniones, además, nos enteramos por el invento de las redes sociales. Al menos sirvió para darse cuenta de que tanto el mundo de la industria como el de los autores o usuarios lo componen personas normales, y no grandes tiburones. Los gigantes, ajenos a este mundo, estaban reuniéndose en otro lugar muy diferente.
Hasta que, de pronto, los políticos demostraron estar más lejos que nunca de sus representados y, como si no supieran por dónde les da el aire, los grupos parlamentarios socialista, popular y catalán (ay, duele llamarlos así) acuerdan la nueva Ley, que contentará, efectivamente, a un grupo minúsculo de tiburones. Así tiran por la borda el esfuerzo del plancton en hacer las cosas bien. Y, como resultado, la dimisión de Álex de la Iglesia, supongo que atónito.
Esto es sólo un ejemplo más de la mentira en que vivimos. Pero yo venía a hablar de una película, ¿no? Y una de las nuevas, además. De las que aún se pueden ver en los cines. Seguramente todos sepáis su argumento: dos payasos de un circo de época franquista están enamorados de la misma trapecista y harán lo que sea por quedársela. Este triángulo amoroso viaja a lo largo del tiempo, desde el corazón de la dictadura hasta los años 70, en un barco lleno disparates al más puro estilo De la Iglesia. Quizás la locura sea mayor que nunca.
El film empieza con la historia previa del payaso triste, el gran Carlos Areces, uno de los puntos fuertes de la película. Así se explica tanto su papel como su elección de ser payaso. Su padre, también clown, fue uno más entre las víctimas de la represión franquista. Destacan los títulos de crédito, un brillante viaje por la historia del Reino, y funcionan como elípsis hasta que el relato nos lleva a la edad adulta de Areces, donde entra a trabajar en el circo. Allí conoce a la mujer de la que se enamora y a su novio y rival, el payaso alcohólico y maltratador, pero triunfador jefe. Y aquí, cuando aún nos queda prácticamente toda la película, comienza la locura. Al final es un viaje de humor, una serie de sucesos desternillantemente decadentes, con la excusa de la crítica histórica (el personaje de Franco es absolutamente genial) y la forma del esperpento. Viajamos casi desconcertados por muchos pasajes de la obra. Los personajes parecen estar lejos de nosotros. Sus actos, reacciones y decisiones se nos hacen extraños. Esta falta de identificación ha sido sin duda buscada por De la Iglesia. Forma parte de la locura. El único personaje con el que nos podemos identificar es el motorista bala, el gran Alejandro Tejería. Y es más por dolor y pena.
Podemos pensar que en ocasiones la película se escapa de las manos del director a la vez que se le va la olla. Los momentos demasiados desconcertantes pueden romper el encanto, pero en lo global Balada triste de trompeta se convierte en un minucioso y trabajado relato de humor decadente, con cuya brutalidad, al menos, nos hemos reído.
¿Y vosotros, de qué circo habéis salido?
Buena entrada, yo he salido del circo de mi casa jeje Me da pena lo de Alex de la Iglesia, ya que no me parecía mal presidente de la Academia, pero bueno, ha mostrado tener principios, y ha decidido irse.
ResponderEliminarA mi lo que más me gusta de todo esto es la foto de Mentiras y Gordas como que no quiere la cosa.
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